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lunes, 21 de octubre de 2013

El triunfo de la intransigencia


Un buen artículo de Antoni Puigverd publicado en La Vanguardia. Recomiendo su lectura
El riesgo de incendio aumenta a ojos vista. Desde la sentencia del TC sobre el Estatuto (2010) la tensión política no ha dejado de aumentar. Nada queda al margen de la tensión. Plazas y carreteras se han convertido en medidores de fuerza política. Ventanas y balcones privados se convierten en abanderadas embajadas. Cenas de trabajo o de amistad se transforman en ágoras de discusión o de forzadas elipsis. Los medios de comunicación hierven cada día, cocinados con declaraciones y contradeclaraciones de tono pétreo, terco, recalcitrante. Cada día un histrión llama a la puerta. Será un cantante en horas bajas, un exministro ocioso o un vendedor de humo. Cada uno de ellos obtiene una cuota de audiencia infinitamente superior a su valor. Los pícaros hacen su agosto en tiempos de intransigencia.
Las posiciones equilibradoras han perdido esmalte y audiencia. La tensión entre estelada y rojigualda no admite matices, borra todas las gradaciones de color. Eso llena de felicidad a los que buscaban la confrontación (para saber en qué momento arranca el proceso actual basta con analizar los resultados que obtiene la ERC de Carod cuatro años después de la mayoría absoluta de Aznar). Pero mientras los partidarios del todo o nada están eufóricos, un amplio segmento de la ciudadanía se está quedando huérfano.
Los intransigentes están convencidos de que se acerca una solución histórica (la independencia de Catalunya, la sumisión definitiva de Catalunya). Mientras tanto, la inquietud se apodera de un sector que cree estar siendo empujado hacia el precipicio. Este segmento no conforma un bloque monolítico. Contiene ideologías y sentimientos de pertenencia diversos, no siempre coincidentes, a menudo contradictorios. Pero convergen en un punto: no querían que las cosas tomaran ese cariz intransigente. Conscientes de la complejidad interna catalana y de la complejidad española, se habían acostumbrado hasta ahora a los equilibrios inestables que genera el país real. Habían aprendido a desconfiar de las soluciones mágicas, definitivas. Consideraban que, en un país tan diverso como el nuestro, el triunfo de la civilidad consistía en aprender a practicar el arte de ceder el paso. Ahora lamentan la contumacia de unos y el aventurerismo de otros; temen el choque de trenes; lamentan que las emociones nacionales contaminen las relaciones de amistad o de trabajo; están viendo comprometidos sus negocios, sus intereses, sus empleos.
No comparten la idea, tan extraña a la tradición catalana, del “o patria o muerte”. El soberanismo sostiene que, de persistir las circunstancias actuales, Catalunya está abocada a la desaparición; pero esta creencia es discutible. Es una opinión, más o menos argumentada, transformada en dogma determinista. Muchos no la comparten. El irredentismo es muy sugestivo y popular, pero deja el relato político catalán sin un plan B. Los que temen la ruptura que el proceso actual puede suscitar, no comparten el relato catastrofista. Ni quieren jugar todo a una sola carta. Lo que más les asusta es la separación de los catalanes en dos bloques nacionales.
El catalanismo había compartido siempre un valor sagrado: la unidad civil. La unidad encabezaba la jerarquía ideológica del catalanismo desde mucho antes de la clandestina Assemblea de Catalunya (desde 1947, cuando catalanes que habían combatido a una y otra trinchera, se reconciliaron simbólicamente en Montserrat). Para garantizar, salvar o promover esta unidad, todas las corrientes catalanistas que combatieron el franquismo y que construyeron la autonomía renunciaban a sus objetivos máximos. El desplazamiento del catalanismo transversal hacia el soberanismo o al españolismo está implicando, entre otras muchas cosas, la quiebra del valor de la unidad transversal. El soberanismo cree que la ruptura con España es esencial para supervivencia de Catalunya. Tan esencial que -sostienen- debe pasar por encima del riesgo de desunión civil.
El riesgo de la desunión ya se observa en el derecho a decidir. Ciertamente, las encuestas están dando una mayoría abrumadora a los que desean un referéndum. Ahora bien, el derecho, innegable, de los que quieren romper o mantenerse unidos ha pasado como una apisonadora por encima de un segmento muy amplio: el que no quería decidir. Durante años, el futbolista que expresaba los sentimientos de esa mayoría era Xavi, el centrocampista del Barça. Preguntado por los periodistas sobre qué selección elegiría, en caso de que pudiera hacerlo, él respondía: “¡No me obliguéis a elegir!”. El derecho de los que sí querían elegir, como Guardiola, era idéntico al de Xavi, por supuesto. Lo afirman los soberanistas: el derecho a romper tiene el mismo valor que el derecho a unirse. Estoy de acuerdo. Camacho o Rivera se equivocan cuando acusan a los soberanistas de dividir: también dividen los que imponen la unidad basándose en una interpretación restrictiva de una Constitución que ni los ponentes (Miquel Roca, Herrero de Miñón) reconocen como propia. Ahora bien, para conseguir que los separadores y los separatistas puedan dirimir su pleito, ha sido necesario rasgar los sentimientos e intereses de la mayoría catalana que quería la unión en la diversidad.
Los intransigentes están ganando. Los que están siendo obligados a ceder son los inclusivos. Estos están siendo obligados a elegir bando. Será una decisión democrática, dicen los soberanistas. No digo que no. Pero será una democracia cortada a medida de los intransigentes.

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