Hace días nos conmocionó una notícia alucinante. Resulta que la política económica dominante, basada en la austeridad, al considerar que el déficit público es el gran mal de las economías, se guiaba por un estudio realizado por dos prestigiosos economistas de Harvard (Carmen Reinhart y Kennet Rogoff) que establecían la línea roja de la deuda pública en el 90% del PIB. Traspasar esa línea equivale, mas o menos, a un cataclismo económico.
Economistas también
prestigiosos como Paul Krugman o Vicenç
Navarro, al que tenemos más cerca, siempre se postularon contrarios a esta
teoría.
Pues bien, resumiendo,
resulta que esas teorías se basan en unos cálculos erróneos de una tabla de
Excel. Así de simple.
Creo que lo que está
ocurriendo en nuestro país, con más de 6’2 millones de parados, con miles de
familias sufriendo y al borde de la pobreza, es suficientemente serio para que
haya cambios estructurales de alto nivel en la economía mundial. Nos va en ello
nuestra propia supervivencia. Hay que eliminar los paraísos fiscales (ayer leía
que sólo en Suiza hay confinados más de 100.000 millones de euros de
españoles), hay que establecer una tasa para las transacciones económicas, y
hay que poner en marcha una verdadera política fiscal progresiva, donde
verdaderamente paguen más los que más tienen, sin que haya posibilidad de
escurrir el bulto con argucias legales.
Estamos llegando a una
disyuntiva en la cual sólo hay dos caminos: O se sigue practicando la política
económica que quiere el 1% de la población o la que necesita el otro 99%, y
mucho me temo que favorecer este cambio de criterio no será pacífico.
El profesor Paul Krugman escribía en el New York Times un artículo relacionado con este tema,
titulado “la solución del 1%” , que ha sido traducido y publicado el pasado día
28 en el diario El País.
Vale la pena leerlo.
La solución del 1%
Los debates económicos rara vez terminan con un KO técnico. Pero
el gran debate político de los últimos años entre los keynesianos, que abogan
por mantener y, de hecho, aumentar el gasto público durante una depresión, y
los austerianos, que exigen recortes inmediatos del gasto, se acerca a ello, al
menos en el mundo de las ideas. En estos momentos, la postura austeriana ha
caído por su propio peso; no solo es que sus predicciones sobre el mundo real
fuesen completamente erróneas, sino que la investigación académica que se
invocaba para respaldar esa postura ha resultado estar plagada de
equivocaciones, omisiones y estadísticas dudosas.
Aun así, sigue habiendo dos grandes preguntas. La primera: ¿cómo
llegó la doctrina de la austeridad a ser tan influyente en un primer momento? Y
la segunda: ¿cambiarán en algo las políticas ahora que las principales
afirmaciones austerianas se han convertido en carnaza para los programas de
humor de madrugada?
Sobre la primera pregunta: la preponderancia de los austerianos en
los círculos influyentes debería inquietar a cualquiera a quien le guste creer
que la política se basa en hechos reales o, incluso, que está muy influida por
ellos. Después de todo, los dos principales estudios que ofrecen la supuesta
justificación intelectual de la austeridad —el de Alberto Alesina y Silvia
Ardagna sobre la “austeridad expansiva” y el de Carmen Reinhart y Kenneth
Rogoff sobre el peligroso “umbral” de la deuda, situado en el 90% del PIB—
tuvieron que enfrentarse a críticas devastadoras nada más publicarse.
Y los estudios no resistieron un análisis pormenorizado. Hacia
finales de 2010, el Fondo Monetario Internacional (FMI) refundió el estudio de
Alesina y Ardagna con datos mejores e invalidó sus hallazgos, mientras que
muchos economistas plantearon dudas fundamentales sobre el de Reinhart y Rogoff
mucho antes de que conociésemos el famoso error de Excel. Por otra parte, los
acontecimientos del mundo real —el estancamiento en Irlanda, que fue el primer
modelo de austeridad, la caída de los tipos de interés en Estados Unidos, que
se suponía que iba a enfrentarse a una crisis fiscal inminente— rápidamente
convirtieron las predicciones austerianas en sandeces.
Sin
embargo, la austeridad mantuvo e incluso reforzó su dominio sobre la opinión de
la élite. ¿Por qué?
Parte de la respuesta seguramente resida en el deseo generalizado
de ver la economía como una obra que ensalza la moral y las virtudes, de
convertirla en un cuento sobre el exceso y sus consecuencias. Hemos vivido por
encima de nuestras posibilidades, cuenta la historia, y ahora estamos pagando
el precio inevitable. Los economistas pueden explicar hasta la saciedad que
esto es un error, que la razón por la que tenemos un paro tan elevado no es que
gastásemos demasiado en el pasado, sino que estamos gastando demasiado poco
ahora y que este problema puede y debería resolverse. Da igual; muchas personas
tienen el sentimiento visceral de que hemos pecado y debemos buscar la
redención mediante el sufrimiento (y ni los argumentos económicos ni la
observación de que la gente que ahora sufre no es en absoluto la misma que pecó
durante los años de la burbuja sirven de mucho).
Pero no se trata solo del enfrentamiento entre la emoción y la
lógica. No es posible entender la influencia de la doctrina de la austeridad
sin hablar sobre las clases y la desigualdad.
A fin de cuentas, ¿qué es lo que quiere la gente de la política
económica? Resulta que la respuesta depende de a quién preguntemos, una
cuestión documentada en un reciente artículo de investigación de los
politólogos Benjamin Page, Larry Bartels y Jason Seawright. El artículo compara
las preferencias políticas de los estadounidenses corrientes con las de los muy
ricos y los resultados son reveladores.
Así, al estadounidense medio le preocupan un poco los déficits
presupuestarios, lo cual no es ninguna sorpresa dado el constante aluvión de
historias de miedo sobre el déficit en los medios de comunicación, pero los
ricos, en su inmensa mayoría, consideran que el déficit es el problema más
importante al que nos enfrentamos. ¿Y cómo debería reducirse el déficit
presupuestario? Los ricos están a favor de recortar el gasto federal en
asistencia sanitaria y la Seguridad Social —es decir, en “derechos a prestaciones”—,
mientras que los ciudadanos en general quieren realmente que aumente el gasto
en esos programas.
Han
captado la idea: el plan de austeridad se parece mucho a la simple expresión de
las preferencias de la clase superior, oculta tras una fachada de rigor
académico. Lo que quiere el 1% con los ingresos más altos se convierte en lo
que las ciencias económicas dicen que debemos hacer.
¿Realmente redunda en interés de los ricos una depresión
prolongada? Es dudoso, dado que una economía próspera suele ser buena para casi
todo el mundo. Lo que sí es cierto, sin embargo, es que los años transcurridos
desde que tomamos el camino de la austeridad han sido pésimos para los
trabajadores, pero nada malos para los ricos, que se han beneficiado del
aumento de los rentdimientos y de los precios de las acciones aun cuando el
paro a largo plazo empeora. Puede que el 1% no desee realmente una economía
débil, pero les está yendo lo bastante bien como para dejarse llevar por sus
perjuicios.
Y esto hace que uno se pregunte hasta qué punto cambiará las cosas
el hundimiento intelectual de la postura austeriana. En la medida en que
tengamos una política del 1%, por el 1 % y para el 1 %, ¿no seguiremos viendo
únicamente nuevas justificaciones para las viejas políticas de siempre?
Espero que no; me gustaría creer que las ideas y los hechos
importan, al menos un poco. De lo contrario, ¿qué estoy haciendo con mi vida?
Pero supongo que veremos qué grado de cinismo está justificado.
Paul Krugman es profesor de economía de Princeton y premio nobel
de 2008
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